Damiano Tommasi, antes de su retirada del fútbol de alto nivel en 2009, era un jugador peculiar. Un mediocentro agonista, uno de esos trotones que se sacrifican constantemente por el equipo y que siempre están donde se les precisa, aunque no como el estereotipo gattusiano que tanto critica (con razón) Enric González. Damià, además, tenía buen toque de balón, notable capacidad goleadora y bastante criterio y visión de juego. Uno de esos que a lo mejor no brillan como Totti o Cassano, pero que son imprescindibles y no desentonarían ni en el Brasil del 70. La hinchada de la Roma, donde transcurrió buena parte de su carrera, le adoraba. El resto de aficiones le respetaba, porque también se dejaba la piel por la Nazionale, porque les conmovió su milagrosa recuperación tras destrozarse la rodilla en 2004, y porque además era un tío muy correcto en el campo ("alma cándida", le han llegado a apodar). Fuera del césped también tenía fama de filántropo y solidario, y de bastante culto, lo suficiente como para ser considerado el nuevo Marco Polo al convertirse en el primer italiano en jugar en la liga china y, de paso, escribir un libro sobre ello. Con semejante currículum, a nadie le sorprendió que le eligieran para sustituir al mítico Sergio Campana al frente de la Associazione Italiana Calciatori, el sindicato de futbolistas del país.