miércoles, 30 de mayo de 2012

30 de mayo: el Día Negro de la Roma

La tanda había empezado bien. Steve Nicol, central poco habituado a chutar a portería, mandó muy alto su penalti, y justo después el gran capitán Di Bartolomei, sin piedad, lanzó un zapatazo al fondo de la red. 1-0 de ventaja y la Copa de Europa de 1984 a tiro de piedra de la Roma, que se enfrentaba ni más ni menos que al gran Liverpool de Dalglish, Rush y Souness. Durante el tiempo reglamentario los ingleses se habían adelantado por medio de Neal, al aprovecharse de un rechace fortuito en la cabeza del portero Tancredi; otra cabeza, la del bombardero Pruzzo, fue la que estableció la igualada al filo del descanso. Pese a la presencia sobre el césped de nombres ilustres como Falcão, Toninho Cerezo, Bruno Conti y otros tantos que habían ganado el año anterior el scudetto, ni en el segundo tiempo ni en la prórroga hubo más movimiento, obviando la salida al campo de un tal Michael Robinson que años después saldría mucho en la tele.

Chutó Phil Neal y no falló, como no fallaría ningún otro lanzador inglés. La Roma, de blanco impoluto por ser visitante pese a que la UEFA había decidido que se jugara en el Estadio Olímpico de su propia ciudad, pretendía conservar la ventaja por medio de Bruno Conti, uno de los héroes del Mundial ganado en España dos años antes. En esto, Bruce Grobbelaar, larguirucho, bigotón, blanco como la leche pero internacional por Zimbabue, empezó su numerito: se puso a darle bocados a la red, como si estuviera zampándose un plato de spaghetti alla carbonara. Ideal para enrabietar al público romano y para poner nervioso al delantero, que no pudo evitar chutar fuera.

Souness, gol. Righetti, gol. Rush, gol. Ventaja de los rojos, pero con un disparo más que la Roma: el que le tocaba a Graziani. De nuevo el festival de Grobbelaar, al que le entró un temblequeo de piernas, burlándose del miedo que podría sentir ante el penalti, que ha quedado para el recuerdo como una de las anécdotas más destacadas de la historia de la competición. Al pobre Francesco le dio otro ataque de nervios y la pelota se fue contra el larguero. El postrero tiro de Kennedy, que engañó a Tancredi, rubricó la cuarta Orejona en la historia del Liverpool.

Ahí acabó el sueño de una Roma que había sudado sangre para llegar hasta aquella final y que nunca ha tenido ocasión de repetir intento. El título del año pasado era el segundo de la historia de un club acostumbrado a luchar mucho pero ganar poco. Disputar la Copa de Europa ya era en sí mismo un gran premio, nadie soñaba con llegar tan lejos. Pero una serie de cruces favorables fue haciendo ganar confianza a los chicos de Nils Liedholm; ni el Goteborg, ni el CSKA de Sofía ni el Dínamo de Berlín ofrecieron mucha resistencia. La milagrosa remontada de semifinales contra el Dundee United escocés despertó la euforia, pero un cruel quiebro del destino arruinó la fiesta en el último momento.

Era un 30 de mayo de 1984, justo hace 28 años. La Roma, por culpa de un penalti y de un portero bailón, perdió la oportunidad de coronarse reina del continente. Por un penalti fallado se quedó sin el título más importante que podría tener en su palmarés.


Agostino Di Bartolomei, el capitán salido de la cantera, el único romano de nacimiento del equipo junto con Conti (aunque en rigor Bruno es de Nettuno, un pueblo cercano), sólo disputó otros dos partido más con el club de sus amores. Y en parte pudo resarcirse de la derrota, ya que se trata de la final de Coppa Italia, que entonces se jugaba con ida y vuelta, como una eliminatoria más. Agostino estuvo presente tanto en el 1-1 de Verona como en la victoria 1-0 en el Olímpico.

Así, levantando un título en su propia casa, se despedía de su público tras doce años, 308 partidos (146 de ellos con el brazalete puesto) y 50 goles para la causa de la Loba Capitolina. Cuatro títulos, tres de copa y sobre todo uno de liga en 1983, quedaban atrás. El nuevo entrenador, Sven Göran Eriksson, decidió que ya no le hacía falta su oficio, su visión de juego y su sutileza (sólo vio una roja en todo este tiempo) en el mediocentro.

Quizás su ausencia contribuyó a la caída de rendimiento giallorossa, que al año siguiente bajó del segundo puesto al séptimo. En cualquier caso, Agostino no estaba ni mucho menos acabado, como demostró en su siguiente destino: ni más ni menos que el Milan. Allí se quedó tres años, donde jugó mucho, 88 partidos en total, y jugó bien, 9 goles. Lástima que en aquella época los rojinegros no estuvieran a su mejor nivel y a duras penas alcanzaran la séptima posición. Arrigo Sacchi y los holandeses mágicos que llegaron a Milanello en 1987, aparte de su edad (32 primaveras), le obligaron a hacer las maletas. Cesena y Salernitana, con quienes logró un ascenso a Serie B, fueron sus últimas escalas antes de colgar las botas en 1990. Queda en su debe la ausencia de la Nazionale; ningún seleccionador se atrevió a confiar en él.

Ese mismo 1990 la RAI le contrató como comentarista para el Campeonato del Mundo que se disputó en el país, en el que los alemanes dieron la razón una vez más a Valdano y le ganaron la final a Argentina. Después, como tantos otros, paulatinamente fue pasando al olvido. Para alguien que lo había sido todo, alguien aclamado cada fin de semana por decenas de miles de espectadores, era una situación difícil de soportar.
Cuatro años aguantó Ago sin jugar. Intentó matar el gusanillo dirigiendo una pequeña escuela de fútbol en Castellabate, un pueblecillo de la costa salernitana de donde era originaria su esposa. Incluso intentó meterse en política, de la mano de Berlusconi, creando sin mucho éxito la asociación local de la emergente Forza Italia. A más de 300 kilómetros del punto de penalti del Olímpico de Roma en el que a punto estuvo de ver la gloria, los fantasmas se fueron adueñando de su cabeza. Algún que otro problema económico (se dice que no le concedieron un crédito que había pedido para intentar entretenerse montando un negocio) y, según las malas lenguas, cierto mal ambiente con su familia le terminaron de sumir en la más profunda de las depresiones. Nadie, ni de la ASR ni del Milan ni de ningún otro lado, le abrió las puertas para que volviera al fútbol, que para alguien como él era como volver a la vida. Nadie se ofreció a colaborar con él en su sueño, volver a la élite del fútbol a través de la formación de jóvenes talentos, nadie le prestaba el dinero que necesitaba para poner el proyecto en marcha. Tampoco nadie, ninguno de los muchos clubes por donde pasó, se dignaba a llamarle para pedir consejo a un tipo como él, que llevaba toda la vida pateándose campos de juego y sabía mejor que ninguno cómo funcionaba el calcio italiano.

Así, un día decidió poner punto final. Corría la primavera de 1994, e igual que 10 años antes, disparó y no falló, pero esta vez no era un balón al fondo de la red de Grobbelar, sino una Smith & Wesson del calibre 38 directa a su corazón. Dejó una nota, en la que decía que se sentía "en un túnel sin fin, encerrado en un agujero" y que "no me quieren dejar entrar de nuevo en el mundo del fútbol". Pocas palabras, pero muy claras. El capitán, el antiguo líder del vestuario, el alma y símbolo de la Roma, se había vuelto (o le habían vuelto) a sus 39 años un tipo huraño y taciturno.

Los homenajes, como casi siempre, llegaron tarde. Antonello Venditti, el trovador de la Curva Sud, compuso en su honor la canción Tradimento e Perdono. El pueblo campano donde acabaron sus días le dedicó una calle. La nueva directiva romanista ha bautizado hace poco con su nombre uno de los campos de entrenamiento de Trigoria. Se ha escrito un libro y se ha filmado un documental sobre su vida. En los libros figura como uno de los más importantes que hayan vestido nunca la camiseta roja de la Loba. Para sus hijos Giammarco, que entonces contaba 20 años, y Luca, con apenas 11, no será mucho consuelo.

Era un 30 de mayo de 1994. La Roma, por la falta del cariño que necesita todo antiguo ídolo, por un puñado de liras, perdió al capitán que levantó cuatro trofeos. Por un poco de cariño se quedó sin uno de los más grandes de su historia.

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