miércoles, 11 de enero de 2012

Pasquale Bruno, el más malo de los malos

Argentinos aparte, un apodo no es algo que todo el mundo se pueda permitir. Ser conocido no por el rutinario y burocrático nombre y apellido, sino por alguna palabra que haga referencia a una cualidad especial, significa que eres lo suficientemente importante como para que se hayan molestado en buscarte un mote. Significa que, te tengan cariño o desprecio, eres una persona relevante para quien la información que sale en el carnet de identidad se queda corta. Que eres alguien, en definitiva. El mundo del fútbol no se escapa a esta norma no escrita, aunque últimamente la cosa se haya devaluado, ya que por obra y gracia del verborreico Andrés Montes hasta Antonio López puede llegar a ser el último romántico. Pero antes los motes se reservaban para unos pocos. Ricardo Zamora era el Divino, Di Stéfano la Saeta Rubia, Beckenbauer el Káiser. En algunos casos, incluso, el apodo trascendía más que el propio nombre oficial: pocos identifican a Jorge González Barillas, pero todo Cádiz se pone en pie cuando se habla del Mágico. Sin embargo, por muy halagado que se pudiera sentir, algo chungo debe de haber en la vida de Pasquale Bruno para que le digan 'O Animale. Exactamente igual que a uno de los jefes de la Camorra.

Y eso que Bruno no es napolitano. Aunque sus orígenes no están demasiado lejos: un pueblecito de la provincia de Lecce, en el tacón de la bota, le vio nacer (en 1962) y dar sus primeras patadas, no necesariamente al balón. No muy dotado técnicamente, sus entrenadores determinaron que el mejor lugar donde le podían colocar era la retaguardia: su derroche de esfuerzo y su capacidad de sacrificio hacían de él un perfecto perro de presa. Y desde ahí atrás se convirtió en, para muchos, el futbolista más sucio y violento de la historia del calcio. Debutó allá por 1979 en el equipo de su ciudad, entonces en Serie B, haciéndose dueño al poco tiempo del lateral derecho, con frecuentes apariciones en el centro de la zaga si la cosa se complicaba y había que frenar a un delantero difícil. Y no se le daba mal: llegó a ser convocado por la Nazionale para el mundial sub-20 que se disputó en 1981 en Australia... en el que Italia perdió los tres partidos que jugó, y a Pasquale le sacaron una amarilla en cada uno de los dos encuentros en que le alinearon.

Las tarjetas amarillas fueron una constante a lo largo de su carrera deportiva: en 16 años de fútbol, las veces que el árbitro alzó su brazo para amonestarle superan la centena. También fueron frecuentes las rojas, como la que vio en su debut en Serie A, ya en las filas del Como, en septiembre de 1984. En el club lombardo, que le había fichado el verano del año anterior y con el que alcanzó el subcampeonato de la B, fue consolidándose como un defensor rocoso, muy difícil de superar, especialista en el marcaje al hombre. Su reputación subió hasta el punto de que la Juventus, la triste Vecchia Signora post-Platini, decidió hacerse con sus servicios en 1987. De blanquinegro fue titular durante unos cuantos años en los que cayó algún que otro título, como la Coppa Italia del 90 y la UEFA del mismo año; el partido de vuelta de la final europea, contra la Fiorentina, fue su último encuentro para el equipo de los Agnelli... en el que, cómo no, le acabaron expulsando.

Precisamente contra la Fiorentina tuvo lugar la primera de sus famosas peleas. Y no se crean que se fue a enemistar con cualquiera, no señor. Consiguió sacar de sus casillas a un tipo tan tranquilo como el budista Roberto Baggio, entonces jovencísima estrella viola. Ocurrió en mayo de 1989, en el viejo Comunale de Turín, con toscanos y juventinos jugándose una plaza para la UEFA del año siguiente. El partido acabó con un intrascendente 1-1, pero lo llamativo es que, según el acta arbitral, tanto Bruno como Baggio fueron expulsados en el minuto 73. El defensa, por calzarle una coz al atacante sin balón de por medio. El atacante, por picarse y devolvérsela. La bronca continuó en los vestuarios. La versión de Pasquale dice que Roberto estaba fuera de sí y un médico tuvo que sujetarle para que no se fuera a por él... pero también dice que, si ese doctor no le hubiera retenido y se hubieran enzarzado, el mismo Bruno habría "destrozado" a Baggio con sus propias manos. Sea como fuera, ambos futbolistas fueron sancionados con dos partidos por cabeza, y desde entonces no se pueden ni ver. Para Roberto, Pasquale es una mala bestia que no debería pisar un campo de fútbol; para Pasquale, Roberto es un señorito y un blandengue.

No es éste el jaleo más llamativo en que se ha visto involucrado Bruno. Para la posteridad quedará el partido entre el Torino, su nuevo equipo desde el verano de 1990, y sus ex compañeros de la Juventus, en la décima jornada de la temporada 1991-92. En sólo 16 minutos se las apañó para que le echaran por doble tarjeta amarilla. Además, al recibir la segunda (por un codazo al pobre Pierluigi Casiraghi), se puso fuera de sí e intentó agredir al árbitro, en una reacción que la prensa de la época calificó de "histérica". Tuvieron que sujetarle varios compañeros y, literalmente, llevarle a empujones al túnel de vestuarios, no sin resistencia por su parte. El encuentro acabó con bastante follón, con otro expulsado en las filas grana (Policano, por patear en la cara al propio Casiraghi), con 1-0 para la Juve y con árbitro y linieres saliendo escoltados por la policía. La sanción que le cayó al Animale fue de ocho partidos, todo un récord, aunque luego la federación los rebajaría a cinco. Y el buen hombre, después del partido, todavía le echaba la culpa al árbitro y al rival por "provocador" y criticaba a sus propios compañeros por haberle retenido...

En el Toro, club del que se declara hincha, protagonizó algún episodio violento más. Sin ir más lejos, el mismo día de su debut en Serie A, en septiembre de 1990, también le echaron por darle un codazo al delantero uruguayo de la Lazio Rubén Sosa, a quien acusaba de haberle escupido. Este inicio no demasiado positivo, sumado a su procedencia del rival más odiado, le granjearon la hostilidad de la grada, a la que, sin embargo, se supo ganar a los pocos meses gracias a su coraje y a alguna que otra actuación brillante (Butragueño no rascó bola en una semifinal de UEFA gracias a su buen hacer). La tifoseria turinesa le adoraba y le cantaba lindezas como "Bruno, pégales por nosotros". Y Bruno, de natural agradecido, les hacía caso. Que se lo digan a Florin Răducioiu, delantero rumano recordado en Sarriá, quien, en su etapa en el Brescia, tuvo la mala suerte de cruzarse con nuestro Pasquale. Consecuencia: se volvió a casa con nueve puntos de sutura.



Este y otros momentos de salvajismo, así como su bajón de rendimiento y algún que otro asunto extradeportivo, convencieron al presidente del Torino a traspasarle a mediados de 1993, justo después de ganar la Coppa Italia. Al irse, 'O Animale demostró una vez más que es un tipo con carácter. ¿Con quién había tenido una de sus mayores batallas? Con Roberto Baggio. ¿Dónde jugaba Baggio? En la Fiorentina. Pues a la Fiorentina que se fue. El club toscano acababa de caer a Serie B, y un jugador con su experiencia parecía un buen puntal a partir del cual construir un equipo que devolviera a Batistuta y compañía a la máxima división. Y en Florencia demostró, una vez más, de qué pasta está hecho. Los dos primeros partidos se los perdió, porque arrastraba una sanción de la temporada anterior debida, cómo no, a una tarjeta roja. El tercero lo jugó con normalidad, pero tras los 90 minutos le tocó pasar un control antidopaje y no se le ocurrió otra cosa que añadir a la muestra de orina un buen chorreón de agua mineral. Y dos jornadas después, contra sus viejos amigos del Brescia, le soltó un derechazo en los morros a Franco Lerda, a quien acusaba de haberle escupido en el túnel de vestuarios; la sangre de su nariz le llegó a salpicar al entrenador bresciano, Mircea Lucescu, quien apareció en rueda de prensa con la prueba del delito. Entre una sanción y otra, le cayeron cinco partidos seguidos sin poder jugar. A su vuelta, a raíz de una nueva expulsión, el presidente del club le apartó del equipo por la "mala imagen" que estaba dando. No obstante, el entrenador (un tal Claudio Ranieri) se empeñó en que le dejaran volver y pudo participar asiduamente en la segunda vuelta, contribuyendo a que la Fiore alcanzara el objetivo del ascenso.

Aun así, sus días con la camiseta morada estaban contados. Para terminarla de liar, le fichó el Brescia, pero ante la mala reacción de los aficionados (en el partido de vuelta de la temporada anterior tuvo que esconderse en la parte trasera del autobús de la Fiore, y le escoltaron permanentemente cuatro policías, para evitar que le lincharan) el club lombardo decidió echarse atrás. Bruno pensó que lo mejor que podía hacer era volverse a casa, y en enero de 1995 firmó un contrato con su Lecce por lo que quedaba de temporada y otra más. No llegó a cumplirlo: sus 17 partidos jugados y, sorpresa, 3 goles anotados no fueron suficientes para evitar el último puesto en la clasificación y el descenso a Serie C1. Con la treintena ya largamente cumplida, Pasquale pensó que esa iba a ser la última oportunidad de cumplir su sueño: jugar en el extranjero. No dudó en largarse a Edimburgo, a vestirse otra vez de granate con la camiseta del Hearts of Midlothian. Allí se ganó el cariño de la afición, alcanzó un subcampeonato de copa y, por supuesto, fue uno de los protagonistas de uno de los partidos más extraños que se recuerdan en Escocia: el Rangers - Hearts del 14 de septiembre de 1996. Los de Glasgow ganaron el derby protestante por 3-0; no lo tuvieron difícil, ya que al equipo de la capital le expulsaron a ¡cuatro! jugadores. Adivinen quién fue el primero en irse a la calle.


Un partidillo con el Wigan en la segunda de Inglaterra puso el punto final a su carrera en 1997. Su trayectoria puede resumirse con dos datos: un acumulado de cincuenta partidos de sanción, más de un campeonato entero, y 117 millones de liras (más de 60.000 euros de hoy, entonces mucho más por aquello de la inflación) en multas sólo en los primeros meses en Florencia. Como decía el periodista Adalberto Bortolotti, "no ha sido un violento, sino un exhibicionista de la violencia". Su actitud no gustaba a sus compañeros, entre los que, según confiesa, no tenía un solo amigo (salvo Ian Rush, el mítico delantero galés que se iba de cañas con él durante su año en la Juventus); de hecho, otro jugador que coincidió con él de blanquinegro, Roberto Tricella, fue quien usó por primera vez el mote 'O Animale. Era su peculiar manera de llamar la atención y de, como él mismo reconoce, llegar a jugar en la élite, algo que sin su comportamiento extremadamente agresivo nunca habría logrado. Cada cual elige sus métodos de llegar a la fama, pero, por el bien del deporte, esperemos que los niños no tomen esta clase de ejemplos.

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