domingo, 23 de octubre de 2011

Massimo Bonini no quería ser italiano

Menudo, rubito, de mejillas sonrosadas. El típico angelote de los cuadros renacentistas, el típico niño bueno de las americanadas más palomiteras. Sin embargo, la misión que tenía encomendada Massimo Bonini no era precisamente caritativa. Más bien al contrario. Su tarea era robar. Afortunadamente para él (y para la policía, que a poco que hubiera sido igual de efectivo no habría dado abasto), lo que arrebataba eran balones al equipo rival, desde su puesto en el centro del campo de la Juventus de los años '80. Y lo hacía a conciencia y se le daba de lujo, tanto como para ganar, agárrense, tres ligas, una copa, una copa de Europa (más una final perdida), una recopa y una supercopa de Europa, además del trofeo Bravo de 1983 al mejor jugador joven (en aquellos tiempos sub-24, hoy sub-21) del continente. Pero no era un Karembeu cualquiera con el banquillo repleto de medallas. Bonini era fundamental, insustituible, la pieza clave, el que se mataba a correr y resolvía el trabajo sucio para que gente como Boniek o Platini. Dicen que sin el Maratoneta detrás, el talentoso Michel nunca habría podido hacerse con sus tres Balones de Oro.

Sin embargo, en el palmarés de Bonini se echa algo en falta. No hay un solo trofeo de selecciones, pese a que en aquellos tiempos Italia era un equipo casi más fuerte que ahora: campeones en el 82, semifinalistas en el 90, también cuarto clasificado en la Eurocopa del 88, mismo resultado en los Juegos Olímpicos de 1984. De hecho, si se revisa su trayectoria se encuentran nueve partidos jugados con la Nazionale sub-21... pero ninguna convocatoria con la absoluta. ¿A qué se debe tan reiterada ausencia del que, unánimemente, estaba considerado mejor centrocampista defensivo del país?

Ahí, en el país, está la clave. Massimo Bonini jugó toda su carrera en el Bel Paese, y nació y se crió en la Península Itálica, pero no es italiano. A día de hoy, está considerado el más grande deportista que haya dado jamás la Serenísima República de San Marino. En aquellos tiempos su minúscula patria no tenía selección propia; a efectos legales la UEFA consideraba a los sanmarineses como unos italianos más, independientemente de lo que dijera su pasaporte. De ahí que, en sus años más mozos, acudiera frecuentemente a los encuentros de los azzurrini. También iba otro futbolista de San Marino, Marco Macina, que apuntaba maneras (llegó a ficharle el Milan años después), pero tuvo que retirarse sin mostrar todo su potencial por una grave lesión de rodilla. El caso es que en 1982, en un torneo disputado en Montecarlo, los rivales protestaron por la presencia en la expedición italiana de Macina, quien no tenía la nacionalidad del país que iba a defender. Por eso, la UEFA decidió repentinamente cambiar la normativa y los jugadores de San Marino quedaron excluidos del fútbol italiano. Salvo que adquirieran la ciudadanía italiana, algo que ni Macina ni Bonini estaban dispuestos a hacer, ya que implicaba perder la de su nación de origen.


Así, el gran Bonini (que para la Federcalcio sí que era italiano, por lo que podía jugar en la Juve sin ocupar plaza de extranjero) se convirtió en un apátrida a efectos futbolísticos. Por suerte para él, San Marino formó su selección en 1990, con él mismo como gran estrella y capitán (y en los últimos tiempos, incluso entrenador). Precisamente, Bonini y el propio Macina eran los únicos de la selección que habían llegado a alcanzar el estatus de profesionales del fútbol; pueden imaginarse el nivel del equipo, que a día de hoy ocupa el puesto 202 del ránking FIFA, empatado a 0 puntos con Samoa, Montserrat y Andorra. Entre clasificaciones para eurocopas, para mundiales y amistosos varios, Bonini llegó a acumular 19 internacionalidades hasta su retirada en 1995. No ganó un triste partido, y sólo empató en una ocasión (contra Turquía), pero seguro que el hoy cincuentón Massimo no cambiaría una fase final de un Mundial con Italia por la satisfacción de defender a su pequeño gran país en el césped de Serravalle.

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