El napolitano es un pueblo muy religioso. En ocasiones roza el límite de la beatería. Tienen, por ejemplo, una imagen callejera de la Virgen (la Madonna dell'Arco) a la que atribuyen toda clase de milagros. Han recogido en una ampolla la sangre de San Genaro, que se disuelve y coagula de nuevo tres veces al año, protegiendo así a la ciudad de desventuras de lo más variopintas, erupciones del Vesubio incluidas. Hasta a Maradona han convertido en santo y han llenado las calles con altares que recuerdan sus días más gloriosos. No era de extrañar, por tanto, que la tradición que indica que el barco que traía a Italia a Pablo de Tarso atracó en el actual barrio costero de Fuorigrotta fuera suficiente para rebautizar al Stadio del Sole.
Ni el poder combinado de tanta ayuda divina, no obstante, ha sido suficiente para ayudar al Nápoles a alcanzar la gloria. Bien es cierto que, de todos los campos donde han jugado los azzurri, éste es el único en el que han llegado a conquistar títulos (obviando un campeonato de Serie B hace seis décadas). Pero tampoco es que desde 1959 la cosa sea muy boyante: tres copas (una de ellas estando en Segunda), dos ligas, una supercoppa y una UEFA son los únicos trofeos de que puede presumir el cuarto equipo con más seguidores en toda Italia.
Ese motivo, el de la numerosa y muy sufrida afición, parece ser el único aliciente racional para construir una casa tan desmesuradamente grande (87.500 espectadores, todos de pie) para un equipo que a duras penas se mete entre los 10 primeros del país. El Sole se edificó para sustituir al antiguo estadio Partenopeo, de 40.000 plazas, erigido en los años '30 pero arrasado durante un bombardeo aliado en plena II Guerra Mundial. Mientras se ahorraba para financiar las obras el fútbol napolitano hubo de apañarse en el cochambroso campo della Liberazione, que aún sobrevive para partidos de rugby y de equipos menores bajo el nombre Arturo Collana.
Con el nuevo terreno, inaugurado con el glamour y el orgullo que da ganar a la Juventus en partido de liga, el Nápoles salía de la precariedad a cambio de perder la propiedad. El viejo Partenopeo sí era suyo de pleno derecho, pero era imposible para el club financiar semejante mazacote nuevo, por lo que fue el Ayuntamiento quien se tuvo que hacer cargo. A cambio, impuso que la instalaciones no se utilizarían sólo para fútbol: en el interior hay tatamis para artes marciales, una cancha de baloncesto, y por supuesto las eternas e incomodísimas pistas de atletismo.
Al poco de su inauguración el Sole recibió su nombre actual y así transcurrieron sus primeras décadas, sin grandes alteraciones en la vida de este pequeño monstruito de cemento armado, con su descomunal planta ovalada y sus dos anillos, el inferior añadido a modo de pegote cuando la obra ya estaba en marcha. Había quien incluso consideraba que era bonito y todo. Ya saben, cosas de los italianos, ese pueblo tan artístico pero que carece de palabra propia para "diseño" y tiene que recurrir a "design".
En esto llegó 1980 con su Eurocopa, y llegó 1990 con su Mundial, y empezó la catástrofe.
San Paolo estaba prácticamente nuevo, pero daba lo mismo: basándose en las normas de presunta seguridad de la UEFA había que remodelarlo. Se cubrieron todas las gradas (porque les dio la gana, la federación europea no decía nada de eso) con una espantosa visera de metal y de un sucedáneo de uralita llamado "perspex" que obligó a cargarse los carísimos y muy añorados videomarcadores. Se transformaron todos los espacios de pie en asientos y se incorporó un tercer anillo, para mantener la capacidad en unos 80.000 espectadores; tercer anillo que se fijó a la estructura de soporte de la cubierta y que, cada vez que el Nápoles metía un gol y los tifosi aullaban y botaban, vibraba cual vagón de montaña rusa, por lo que al poco tiempo hubo que clausurarlo.
Y sobre todo, se reformó el exterior del estadio... usando para el suelo listones de madera procedentes de antiguas vías de tren. Que no sólo eran tremendamente tóxicas, sino que además, a poco que lloviera (y allí, aunque no lo parezca, llueve bastante) se deformaban, transformando los accesos en una prueba de obstáculos digna de Humor Amarillo. Es más: entre esto de las maderas y que a algún listillo "se le olvidó" instalar sistemas de desagüe decentes, imprescindibles para una instalación situada en el punto de menor altitud del barrio de Fuorigrotta, las precipitaciones están afectando a los cimientos. De hecho, tras una tormenta particularmente fuerte en septiembre de 2001, el campo y sus inmediaciones se inundaron, y durante los cuatro meses siguientes el equipo tuvo que irse de prestado a Benevento.
El asunto ha pasado por los tribunales, donde se han encontrado corruptelas y sobornos para aburrir, pero entre prescripciones y absoluciones nadie ha ido a la cárcel. No vayan a pensar que la justicia es un cachondeo sólo en España. El caso es que, apenas 50 años después de su inauguración, el pobre San Paolo está lleno de achaques. A modo de parche, en el verano de 2010 intentaron reparar el drenaje, sustituyeron el césped (falta le hacía) y cambiaron alguno de los ahora 67.000 asientos que estaban en peores condiciones. No se ha podido hacer gran cosa porque no hay un duro, y menos que va a haber para un campo que no es nada rentable porque no se llena casi nunca.
Se han planteado varias soluciones: desde la reforma del estadio sector a sector, hasta su desmantelamiento y reconstrucción, pasando incluso por derribarlo y hacer uno nuevo en otra zona de la ciudad. Algún iluminado propuso el barrio de la Scampìa, bien conocido por cualquiera que haya visto o leído "Gomorra". En todo caso, que cualquiera de los planes saliera adelante dependía de que a Italia le concedieran la Eurocopa de 2012 (en Polonia y Ucrania) o la de 2016 (en Francia). Va a ser que no, así que quien quiera rezar para que el Nápoles gane, que acuda al mismo sitio de siempre. Eso sí, que no le ponga velas al santo, que ya sólo le faltaba un incendio...
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